PASADO, PRESENTE Y FUTURO

Golpe de Estado del 55: "La Revolución Fusiladora"

Ya había ocurrido el bombardeo de Plaza de Mayo. Era septiembre de 1955. El 16 de este mes se había desatado el definitivo golpe contra el gobierno de Juan Perón. Tres días más tarde, éste presentaba su renuncia y el 23 asumía el general Eduardo Lonardi. Perón partiría al exilio.
16.09.2025 | 08:48
Por entonces, gran parte de la intelectualidad argentina militaba en el antiperonismo. El gran escritor Ernesto Sábato no era ajeno a esta corriente. Sin embargo, este ex militante comunista, como tantos otros pensadores, quedó perplejo frente a la tristeza generada en gran parte del pueblo argentino al ser derrocado Perón. A meses del derrocamiento de Perón, Sábato publicó el ensayo del cual aquí reproducimos un fragmento. Sin retractarse de las opiniones que le merecía “el demagogo”, llamaba a revisar las interpretaciones sobre este movimiento de masas que había cambiado la historia del país. No pocas críticas de sus colegas “libertadores” le valió a Sábato este intento reflexivo. Muestra del itinerario político zigzagueante de Sábato, esta carta abierta al dirigente nacionalista Mario Amadeo no fue compilada con posterioridad en sus Obras Completas.
Fuente: Ernesto Sábato, “El otro rostro del peronismo. Carta abierta a Mario Amadeo” (fragmento), s/ed., Buenos Aires, 1956, pp. 40-47, citado en Carlos Altamirano, “¿Qué hacer con las masas?” en Beatriz Sarlo, La batalla de las ideas, Planeta- Ariel, 2001, pp. 136-140.
“Aquella noche de setiembre de 1955, mientras los doctores, hacendados y escritores festejábamos ruidosamente en la sala la caída del tirano, en un rincón de la antecocina vi cómo las dos indias que allí trabajaban tenían los ojos empapados de lágrimas.

Y aunque en todos aquellos años yo había meditado en la trágica dualidad que escindía al pueblo argentino, en ese momento se me apareció en su forma más conmovedora.


Pues ¿qué más nítida caracterización del drama de nuestra patria que aquella doble escena casi ejemplar? Muchos millones de desposeídos y de trabajadores derramaban lágrimas en aquellos instantes, para ellos duros y sombríos. Grandes multitudes de compatriotas humildes estaban simbolizadas en aquellas dos muchachas indígenas que lloraban en una cocina de Salta.

La mayor parte de los partidos y de la intelligentsia, en vez de intentar una comprensión del problema nacional y de desentrañar lo que en aquel movimiento confuso había de genuino, de inevitable y de justo, nos habíamos entregado al escarnio, a la mofa, al bon mot de sociedad. Subestimación que en absoluto correspondía al hecho real, ya que si en el peronismo había mucho motivo de menosprecio o de burla, había también mucho de histórico y de justiciero.

Se me dirá que no debemos ahora incurrir en el sentimentalismo de considerar la situación de las masas desposeídas, olvidando las persecuciones que el peronismo llevó contra sus adversarios: las torturas a estudiantes, los exilios, el sitio por hambre a la mayor parte de los funcionarios y profesores, el insulto cotidiano, los robos, los crímenes, las exacciones.

Nadie pretende semejante injusticia al revés. Lo que aquí se intenta demostrar es que si Perón congregó en torno de sí a criminales mercenarios croatas y polacos, a ladrones como Duarte, a aventureros como Jorge Antonio, a amorales como Méndez San Martín, junto a miles de resentidos y canallas, también es verdad que no podemos identificar todo el inmenso movimiento con crímenes, robos y aventurerismo. Y que si es cierto que Perón despertó en el pueblo el rencor que estaba latente, también es cierto que los antiperonistas hicimos todo lo posible por justificarlo y multiplicarlo, con nuestras burlas y nuestros insultos. No seamos excesivamente parciales, no lleguemos a afirmar que el resentimiento –en este país tan propenso a él–– ha sido un atributo exclusivo de la multitud: también fue y sigue siendo un atributo de sus detractores. Con ciertos líderes de la izquierda ha pasado algo tan grotesco como con ciertos médicos, que se enojan cuando sus enfermos no se curan con los remedios que recetaron.

Estos líderes han cobrado un resentimiento casi cómico ––si no fuera trágico para el porvenir del país–– hacia las masas que no han progresado después de tantas décadas de tratamiento marxista. Y entonces las han insultado, las han calificado de chusma, de cabecitas negras, de descamisados; ya que todos estos calificativos fueron inventados por la izquierda antes de que maquiavélicamente el demagogo los empleara con simulado cariño.

Gran parte de los partidos políticos y empresarios apoyaron de Estado. La embajada de Estados Unidos aseguraba que el nuevo gobierno era el “más amistoso” que había tenido en años. Incluso la cúpula de la CGT se mostraba ahora prescindente. Pronto vendrían los fusilamientos y la proscripción de peronistas. El odio era tal que el contraalmirante Arturo Rial dijo a trabajadores municipales: “Sepan ustedes que la Revolución Libertadora se hizo para que en este bendito país el hijo del barrendero muera barrendero”.

Para esos teóricos de la lucha de clases hay por lo visto dos proletariados muy diferentes, que se diferencian entre sí como la Virtud tal como es definida por Sócrates en los diálogos, y la imperfecta y mezclada virtud del propio maestro de la juventud ateniense: un proletariado platónico, que se encuentra en los libros de Marx, y un proletariado grosero, impuro y mal educado que desfilaba en alpargatas tocando el bombo.

Por supuesto, esta doble visión de la historia no es exclusiva de los dirigentes de izquierda, pues tampoco las damas que encuentran romántica a la multitud que en 1793 cantaba la Marsellesa comprenden que esa multitud se parecía extrañamente a la que en nuestras calles vivaba a Perón; pero la diferencia estriba en que esas señoras ––que conocen la Revolución Francesa a través del cuadro de Delacroix y de los hermosos afiches que la embajada distribuye para el 14 de julio–– no tienen el deber de entender el problema de la multitud, y los jefes de los partidos populares sí.

Pero de ningún modo lo han entendido. Despechados y ciegos sostuvieron y siguen sosteniendo que los trabajadores siguieron a Perón por mendrugos, por un peso más, por una botella de sidra y un pan dulce. Ciertamente, el lema panem et circenses, que despreciativamente Juvenal adjudica al pueblo romano en la decadencia, ha sido siempre eficaz cada vez que un demagogo ha querido ganarse el afecto de las masas.

Pero no olvidemos que también los grandes movimientos espirituales contaron con el pueblo y hasta con el pueblo más bajo: eran esclavos y descamisados los que en buena medida   siguieron a Cristo primero y luego a sus Apóstoles, mucho antes que los doctores de la sinagoga y las damas del patriciado romano lo hicieran. Tengamos cuidado, pues, con el paralogismo de que las multitudes populares sólo pueden seguir a los demagogos, y únicamente por apetitos materiales: también con grandes principios y con nobles consignas se puede despertar el fervor del pueblo. Más aún: en el movimiento peronista no sólo hubo bajas pasiones y apetitos puramente materiales; hubo un genuino fervor espiritual, una fe pararreligiosa en un conductor que les hablaba como a seres humanos y no como a parias.

Había en ese complejo movimiento ––y lo sigue habiendo––  algo mucho más potente y profundo que un mero deseo de bienes materiales: había una justificada ansia de justicia y de reconocimiento, frente a una sociedad egoísta y fría, que siempre los había tenido olvidados.

Esto fue lo que fundamentalmente vio y movilizó Perón. Lo demás es detalle. Y es también lo que nuestros partidos, con la excepción del partido radical y alguno que otro grupo aislado, sigue no viendo y, lo que es peor, no queriendo ver.

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